Exótica y transnacional
Existe una anécdota bastante conocida sobre esta actriz. Alguna vez el escritor Bernard Shaw dijo: “Las dos cosas más bellas del mundo son el Taj Mahal y Dolores del Río”. La frase parecería consagrar el exotismo de la belleza foránea representada por la actriz mexicana.
Dolores del Río fue una de las artistas más impactantes y versátiles de su época. Con una larga carrera cinematográfica que comenzó en el periodo silente y continuó en los años treinta y cuarenta en el firmamento del cine sonoro. Se consagró por su belleza y, posteriormente, por su actuación.
Nacida en Durango, México, en 1904, al momento de la Revolución Mexicana, su familia, de una holgada posición económica, escapó y se trasladó a Estados Unidos, donde ella comenzó en los años veinte una carrera artística en base a sus atributos físicos (sus rasgos que no coincidían con los estereotipos latinos consagrados en la industria norteamericana) y su estilo sofisticado, que la hacían emerger como un icono sexual.


Del Río conquistó no sólo la pantalla del cine sonoro, sino también los corazones de muchos de los empresarios y figuras de Hollywood. Fue un director norteamericano, Edwin Carewe, quien la llevó a Hollywood a probar suerte en el estrellato y, aunque sostenía que quería evitar que la encasillaran, su carrera en los Estados Unidos se vio afectada porque los productores invariablemente la eligieron para papeles étnicos y exóticos. A pesar de este sesgo, Del Río aprovechó la oportunidad, para disgusto de la sociedad mexicana, dado que no era costumbre que una mujer de una buena familia deviniera en actriz. En los años treinta, fue el director de arte Cedric Gibbons, y uno de los hombres más influyentes en Hollywood, quien impulsó su carrera.
Su rutilante éxito la hizo codearse con los astros más destacados de su época, como Charles Chaplin, Clark Gable o el icónico Errol Flynn, a quien le enseñó a tocar las congas. Por su parte, se ocupó de promover dentro de los círculos de la industria del entretenimiento a sus compatriotas Diego Rivera y Frida Kahlo, además de cultivar amistad con otras mujeres íconos del mundo del entretenimiento: Greta Garbo y Marlene Dietrich, mujeres extranjeras como ella, inteligentes, magnéticas y de voluntad fuerte cuya belleza descollaba en las pantallas.
Dolores del Río montada sobre un caballo es la tapa de la Revista Sintonía de 1934; la portada la muestra como una mujer dinámica, quizá empoderada. Para ese entonces se habían estrenado Volando a Rio con Fred Astaire y Ginger Rogers y Madame Du Barry, dos de sus apariciones más resonantes en la prensa.
Revista Sintonía
Año II, N° 71, 1° de septiembre de 1934.
Fotografía de Elmer Fryer
En 1943, con la Segunda Guerra Mundial y ante el empuje de la política de Buena Vecindad de Estados Unidos, Dolores decidió volver a México, donde la Oficina de Asuntos Interamericanos del gobierno norteamericano (occiaa) auspiciaba varios programas que habían ayudado a modernizar y a expandir la producción cinematográfica mexicana al estilo de Hollywood. Esta decisión implicó una suerte de relanzamiento de su carrera. En una entrevista sostuvo: “Tuve que volver a México para convertirme en actriz”. Su éxito fue impresionante para toda Latinoamérica. Durante estos años disfrutó de una carrera mucho más gratificante en la pantalla y el escenario, en la que ayudó a establecer la industria cinematográfica mexicana.
En 1947 filmó en Buenos Aires Historia de una mala mujer, dirigida por el genial Luis Saslavsky, acompañada por Francisco de Paula y María Duval, entre otras glorias del cine argentino. Ese mismo año coprotagonizó junto con Henry Fonda El fugitivo, dirigida por John Ford y rodada en México.
Aunque para muchos es recordada por su romance tumultuoso con el inestable Orson Welles, a quien conoció en 1939, que la dirigió en Jornada de terror, coprotagonizada por Joseph Cotten, y que la abandonó en 1942 para venir a filmar a Sudamérica su documental nunca finalizado It’s All True; Dolores del Río fue mucho más que una cara bonita, fue la primera actriz latina en tener una presencia consistente en la industria del cine en general y norteamericano en particular.
Su extensa y heterogénea carrera nos permite verla en muchos casos sexualizada como la exótica belleza, aunque esto es solo una parte de lo que podemos encontrar. Sus roles femeninos fuertes le permitieron convertirse en un mito femenino nacional, pero también en un icono de la mexicanidad.
En la extensa red de cooperación comercial entre los estudios norteamericanos y los mexicanos, Dolores del Río fue una artista “internacional” y transnacional. Una de las dimensiones que pueden pensarse a través de su carrera cinematográfica es cómo a lo largo de su trayectoria representó en sus inicios la belleza exótica (lejana del indigenismo) y luego terminó convirtiéndose en aquello que negaba. Sus últimas películas de la década de 1960, coproducciones de Hollywood como Estrella de fuego (donde tiene el rol de madre de Elvis Presley), El ocaso de los Cheyennes y Los hijos de Sánchez, la muestran en su rol de india mexicana. Ya no representaría el exotismo sexualizado, sino el elemento indígena que la unía a sus raíces mexicanas.
