Placa fotográfica

A donde nos lleve la fotografía

«Quedarse dormido sobre un elefante, eso sí que es descansar.»

Marianne Moore

Así empezó todo. De unas fotografías encontradas surgió una historia y una película: Atlas. Las fotos nos llevaron al Hospital Moyano, a su pabellón de Anatomía Patológica, creado por Christofredo Jakob. Este es el lugar donde los muertos ayudan a los vivos, alertaba un cartel en la entrada del edificio. En su interior encontramos un laboratorio del siglo xix, donde se acumulaban frascos con cerebros y fetos de animales. Un cóndor embalsamado era su cuidador. En el sótano, miles de fichas médicas y negativos de vidrio, con fotografías de las internas del hospital, estaban desparramados por el piso. Como en un montaje surrealista, entre los retratos de las mujeres se mezclaban fotos de cortes cerebrales, animales muertos y cumbres de montañas. ¿Cuáles eran las historias que se desprendían del desorden de este archivo? Nos propusimos filmar el trabajo corrosivo del tiempo sobre los materiales, como si el acto de registrar pudiera suspender su lenta desaparición.


Algunas de esas fotografías se incluyeron en el Atlas del cerebro de los mamíferos de la República Argentina, publicado en 1913 por Jakob y Clemente Onelli, director del zoológico de Buenos Aires en esa época. Cada vez que moría un animal, Onelli se lo enviaba a Jakob para que estudiara su cerebro. Decidimos visitar el parque. Mientras filmábamos los animales en cautiverio, un cuidador nos habló de unos libros antiguos. ¿Serían los restos de la Biblioteca Pública Domingo Faustino Sarmiento, perdida tiempo atrás? Creada a fines del siglo xix, esta biblioteca llegó a contener más de once mil títulos. Pero desde 1984, con las sucesivas privatizaciones del zoológico, las estanterías llenas de incunables y tesis científicas autografiadas comenzaron a ser desmanteladas, lo que provocó un saqueo masivo de los libros y de su archivo de fotografías. Comenzamos a buscar esas fotos. Nos avisaron que, en el Museo del Cine, una persona había dejado unas fotografías antiguas del zoológico. Eran negativos de vidrio de gran tamaño y estereoscópicas. La mayoría mostraba vistas del parque y escenas parecidas a las que habíamos observado días atrás, pero cien años antes. En esas imágenes, todo había sucedido o estaba por suceder. También aparecieron tomas que documentaban las investigaciones científicas realizadas en los laboratorios del zoológico. La técnica fotográfica parecía haber satisfecho la necesidad de observación de los investigadores. Desde múltiples puntos de vista, como si fuera un acordeón estirado, el cuerpo de un pichiciego se recortaba contra el fondo. La foto de un mono adormecido en una silla, y otra de una elefanta y su cría, ambas muertas luego del parto, nos causaron tanta tristeza que no pudimos seguir mirando. Nuestro pensamiento era precario, veíamos a los animales y no las fotografías. Las imágenes transparentes nos hicieron caer en la trampa del “es esto o es lo otro”.


El 30 de agosto de 2016, después de 118 años de estar abierto al público, el Jardín Zoológico de Buenos Aires cerró sus puertas. Filmamos el parque por última vez. No había un solo visitante salvo nosotros. Fuimos hasta el palacio de los elefantes para despedirnos. Los paquidermos parecían contarse un secreto: el asesinato de Dalia (elefante macho) que comenzó con signos de locura tras la muerte de su compañera y una tarde forzó las rejas y sembró el terror entre los visitantes del zoo. Adolfo Holmberg, quien ocupaba la dirección en ese entonces, consideró que no había cura para el animal y ordenó su aniquilamiento. El 19 de mayo de 1940, la policía lo mató con treinta y seis tiros de máuser. Grises, demasiado sabios para el luto, los elefantes guardaban ese recuerdo entre los pliegues de su piel y contaban los días para ser liberados. Y como si de fondo sonara la suite “El carnaval de los animales”, los elefantes ensayaban su parte, el ritmo de su marcha. Hijos de la razón, con sus trompas, decían que sí, decían que no.