Tiempos viejos
Vi por primera vez esta carta expuesta en un lateral del hall que el Museo tenía en su edificio de la calle Defensa, hace muchos años. El remate del primer párrafo me sacó una carcajada que llamó la atención, posiblemente indignada, de otros presentes más sobrios. En el ritmo apurado, el relato nítido, el planteo preciso de lugar y acción, en el empleo virtuoso de todo eso para soltar el chiste y hasta en la posible indignación de los desprevenidos, la carta representa lo mejor del estilo cinematográfico de Romero.
Más allá del obvio mecanismo humorístico, hay algunas razones específicas por las que funciona, como todavía funciona esa máquina de hacer reír que es su filmografía. La primera razón es la eficacia de un acto de prestidigitación: Romero viene hablando de algo específico, una búsqueda que tiene su pequeña intriga, pero en el remate sustituye ese tema por otro y el lector se ríe, porque queda obligado a reponer lo que ocurrió en el lugar del punto seguido. Romero era un artista de la palabra pero ese procedimiento se lleva muy bien con el cine y los que saben lo llaman “fuera de campo”.
La segunda razón es su estrecha relación con lo real: el breve texto alude directa o indirectamente a una serie de elementos (el teatro, la calle, la noche, el hipódromo, el tango) que definen o definían la identidad porteña, materia principal de la obra de Romero. En ese plan, muy próximo al “hombre de Corrientes y Esmeralda” que precisó Scalabrini Ortiz, no hay espacio para los protocolos. Romero va a buscar personalmente a Arrieta y no a su representante ni a su abogado: “Lo esperaré donde Ud. quiera y hablaremos”. Yo pagaría esos cien pesos que perdió Romero en el hipódromo por el privilegio de estar en la mesa de al lado y ser testigo furtivo de esa conversación.
Hay una tercera razón, que quizá sea la más interesante para quienes aún quieren investigar la historia de nuestro cine. Tiene que ver con el “fuera de campo”, aunque de otra manera. Romero le dice con toda certeza a Arrieta que le quiere ofrecer un papel “consagratorio”, el protagónico de Los muchachos de antes no usaban gomina. No le está hablando del éxito hipotético de su film, que aún no está hecho, sino del éxito real de su obra de teatro que ya llevaba triunfando una década. La moraleja es que para entender a Romero y a casi todos los artistas que participaron de la llamada “época de oro” de nuestros grandes estudios, no alcanza con saber de cine. Hay que asomarse a las distintas formas del teatro popular, al tango, al folletín, al folklore, a la radio, y entender que el cine fue apenas una pieza de muchas en un rompecabezas social y cultural que cada día nos queda más lejos.
