HUGO
Abanico de pantalla
Circa 1945
Hugo ríe. Una risa a medio camino de la sonrisa: ancha, generosa, optimista. La cara fresca, el pelo engominado, la frente despejada. Hay luz en los ojos oscuros (el celeste de las fotos es un coloreado artificial), en los dientes parejos y en la boca. Hay luz en el ambiente, luz que apenas deja lugar a una oscuridad huidiza, una franja de sombra que resalta la luz y resulta expulsada con discreción hacia el fondo del cuadro
La pantalla que guarda la foto riente de Hugo tiene otra cara, un reverso que no vemos. Esa cara oculta puede guardar la imagen del otro Hugo, el múltiple, capaz de dirigir películas que denuncian la explotación de los humildes, melodramas intensos, amores contrariados como los que marcaron su propia vida. Películas que anunciaban en su título el destino que le esperaba a su creador. Hugo siempre estuvo más allá del olvido. El cantor, el galán de la otra pantalla, el cineasta que se anticipó a Hitchcock, el luchador político.
Pero aquí, en el presente eterno de esta imagen impresa sobre el cartón, Hugo ríe como antes lo hacía Carlitos. La misma franqueza, igual optimismo. Los dos ríen en presente pero miran al futuro. Es un futuro sin sombras, a medida de la juventud de ambos.
Hugo heredó la sonrisa de Carlitos. Con Carlitos nació la risa de la patria. Un francés creó la risa argentina. Un molde que hizo escuela, que se repitió en las caras de galanes y cantantes. Tal vez fue Hugo el que la proyectó al General, quien reía con la misma risa de Carlitos y de Hugo. Ella lo acompañó en sus años de gloria: cuando saludaba desde el balcón; cuando se fotografiaba con Eva, rodeando su frágil cintura con su brazo corto y militar; cuando escuchaba a Hugo cantar la Marcha con su voz marcializada, un tono necesariamente grave, de gesta. Hugo y el General siguieron riendo, hasta que llegó el futuro.
Cuando eso ocurrió, el General se fue al exilio llevándose su risa, también la de Hugo y la de Carlitos. Un argentino llevó a España la risa que un francés creó para la Argentina. Allí era necesaria: Franco no reía y España estaba mustia. La risa, esa, la de Carlitos, la de Hugo, la del General, nunca volvió del exilio. No la trajo el General cuando volvió. Trajo otra que se le parecía, una sonrisa anciana, desvaída que, una vez más, predecía el futuro.
¿Adónde fue a parar la risa de Carlitos, la de Hugo? ¿Por qué no vuelve en el rostro de nuestros íconos de hoy? ¿Reía Diego? No, el 10 apareció en nuestras vidas con su sonrisa de niño tímido en una época de llanto y luto. 1976, año funesto. Aquella sonrisa nunca pudo llegar a la risa franca, aunque convocó algunas de nuestros pocos regocijos en aquellos años de llanto y luto. Acaso la expresión distintiva de Diego fuera el gesto tenso, concentrado, la cabeza gacha, la mirada clavada en el piso, los dientes mordiendo la punta de la lengua, la pelota atada a sus pies, inventando la jugada definitiva de aquel día mexicano, el de la reivindicación contra Inglaterra.
No. Aquella risa ya no vuelve. La de Carlos Gardel. La de Hugo Del Carril. Tampoco la del General Perón.
“La risa es una cosa/ que sin duda sucede en el pasado”, pudo haber dicho Borges, que no lo hizo así y en cambio habló de la lluvia. Nosotros nos apropiamos de ese verso, nos hacemos dueños de decir que la risa sucede en el pasado. Las de Carlos Gardel, Hugo Del Carril, Juan Domingo Perón son risas de otro siglo. Aquel en que nacimos nosotros, quienes entonces éramos los hombres del futuro, ese territorio de otras risas. Por eso la buscamos hoy, congelada en la cara de Hugo, la risa argentina, la que nació hace tanto, la que nunca volvió del exilio.